La respuesta es muy sencilla (y puede que hasta dolorosa): porque no es su trabajo. Al corrector ortotipográfico se le contrata para que:
- haga una revisión de un texto y lo ajuste a la norma,
- corrija faltas de ortografía,
- establezca un sistema de puntuación correcto,
- detecte y corrija errores gramaticales,
- unifique el uso de cursiva, versalita, negrita, sangrías, etc.
Al corrector de estilo no se le contrata para cambiar el estilo del autor, sino para adaptarse a él y hacer o proponer las mejoras que sean necesarias:
- eliminar vicios (que no hayan señalado expresamente como intocables),
- corregir palabras usadas de forma incorrecta, es decir, revisar el empleo del vocabulario,
- eliminar inconsistencias lingüísticas,
- mejorar la fluidez del texto (¡benditos conectores!),
- luchar contra calcos, extranjerismos innecesarios, etc.
Por lo general, cuando el departamento editorial o de producción pide una corrección a un profesional, si hay alguna característica especial a tener en cuenta en el trabajo, se lo dicen. Se les puede pasar, porque todos somos humanos, pero rectificarán lo antes posible.
¿Qué ocurre cuando un corrector decide que el estilo del libro no le gusta y lo cambia? Que la lía. Se extralimita en sus funciones. Desnuda al escritor y lo deja con palabras vacías de alma, sin corazón, sin esencia: el alma, el corazón y la esencia del autor. El autor es el dueño del libro (editorial mediante…), el corrector es una ayuda (muy valiosa) para mejorar el proceso de escritura, para sugerir (con todo el respeto y cuidado del mundo, porque a nadie le gusta que le digan que su recién nacido es más feo que Picio), para pedirle al autor o a la editorial que revisen un párrafo o una expresión porque, aunque no sea incorrecto, pierde el tono con el resto del texto, o no se entiende en una primera lectura y hay que volver otra vez sobre ello.
El corrector no es todopoderoso. Puede saber más de normas lingüísticas que el autor, pero ni las conoce absolutamente todas como para jugarse el cuello, ni es infalible, ni su palabra (léase «control de cambios») es ley. No es el dueño de la obra en ningún caso.
El autor se encarga de aportar la creatividad para construir historias, o el conocimiento para escribir sobre una temática, o la capacidad investigadora para aportar novedades a una materia, etc. Se le agradece cuando además tiene un conocimiento lingüístico que le permite prescindir de correcciones profundas, pero no se le condena por no saber distinguir cuando tiene que usar «deber» y cuando «deber de», por ejemplo.
El corrector se encarga de aportar la formación y el conocimiento en lingüística, la posibilidad de acceder a textos y recursos que resuelvan las dudas (que siempre las habrá, porque un día no eres capaz de solucionar una errata que has resuelto mil veces y tienes que consultar el diccionario, o la gramática, o el manual de estilo de Martínez de Sousa, o recurrir a Fundéu…). Y, sobre todo, debe aportar el respeto hacia el texto y el autor. Y esto último es innegociable.
Un corrector no debe reescribir un manuscrito. No es su trabajo. Excepto si le han contratado para reescribir transformando a un estilo concreto y bien definido. El corrector es una buena persona, a la que le gusta pasar desapercibida por su trabajo.
Si es que somos angelitos con alas que acarician los dedos del escritor.
¿Qué debe pensar un autor al que le dan su manuscrito corregido y descubre que han transformado a su pequeño retoño? No quiero ni imaginármelo. Ha pasado varias semanas, meses, organizando pensamientos, eligiendo un estilo cercano o académico, ha creado sus propios juegos con las palabras, sus referencias a hechos más o menos conocidos, a poemas, a películas, a canciones… Ha jugado con su creatividad y en unos días otra persona ha tirado por tierra su esfuerzo creativo.
Imagina que escribes un libro sobre energía eólica con una intención divulgativa y utilizas vocabulario cercano y comprensible, utilizas tecnicismos pero incluyes explicaciones de andar por casa, haces referencias a investigaciones pero las traduces a un lenguaje de la calle, por ejemplo, y el corrector decide que no debes usar un lenguaje tan sencillo para hablar de un tema tan serio. Pues seguramente quieras el nombre de esa persona, su dirección postal y conocer sus horarios para redecorar su casa.
¿Qué es lo que he intentado decir con estas líneas? Que el corrector ni va a suplir la falta de creatividad de un autor, ni debe reescribir un manuscrito (salvo que se lo pidan expresamente y ya no hablaríamos estrictamente de una corrección), ni debe cambiar el estilo de un texto. El corrector es una ayuda en el proceso de creación literaria. No tiene la verdad absoluta en sus habilidades ni en sus conocimientos. No lo sabe todo, y aunque lo supiera todo: no es su libro.
Otra tarea que va mucho más allá de la revisión ortotipográfica o de la de estilo es el editing. E incluso en esta tarea, la persona que trabaja en profundidad un editing literario, debe respetar, por encima de todo, al autor y a su texto.
En la siguiente entrada voy a hablaros sobre el momento de enfrentarse al papel en blanco. Poneos cómodos…