Helen Joy Davidson Gresham (escritora norteamericana, 1915-1960) se casó con Clive Staples Lewis (escritor británico, 1898-1963) en 1956 por necesidad burocrática (su visado para permanecer en Inglaterra le fue negado) y se convirtió en su futuro inmenso dolor (al morir) tras haberse enamorado de la que pudo ser la mujer de su vida: «… ¿no está dando fe de que no tengo cura; de que cuando la realidad hace añicos mis sueños, lo que hago es desinflarme y gruñir mientras dura el primer golpe, y luego ponerme a reunir otra vez los añicos y a tratar de pegarlos pacientemente, estúpidamente? ¿Y siempre va a ser así? ¿Siempre que se caiga el castillo de naipes me voy a poner a reconstruirlo de nuevo? ¿No es precisamente eso lo que estoy haciendo ahora?» (p. 57).
La muerte de H. (como se refiere a ella en esta recopilación de sus cuatro cuadernos llenos de pensamientos, caídas, fe o falta de ella…) le hizo cuestionarse si el Dios en el que siempre había creído era realmente un mástil al que poder agarrarse con fuerza para poder entender el dolor que le había propinado o si en realidad la idea de Dios era tan vacía que no podría encontrar jamás una explicación o una mínima luz de inteligencia que le permitiera comprender y aprender a vivir sin H. Los pocos años que compartió con ella, como dice en estas páginas, sirvieron para que, tras su muerte, él fuera incapaz de encontrar sentido a todos sus años de vida, los que había vivido con ella y los que había vivido sin conocerla.
«Pero ¿es posible creer que una tortura llevada a tales extremos le venga bien a nadie? En fin, cada uno que piense lo que quiera. Las torturas tienen lugar. Si son innecesarias, es que no existe Dios o que el que hay es malo. Si existe un Dios bienintencionado, será que esas torturas son necesarias. Porque ningún Ser medianamente bueno podría infligirlas o permitírselas, si hubiera otro remedio» (p. 63). Lewis escribe en las páginas de sus pequeñas libretas (así me las imagino, pequeñas, de bolsillo) sobre su incapacidad de reconstruir su vida sin la persona que había dado sentido a su existencia, la que había descubierto para él el verdadero amor físico e intelectual. Renunciar a sus creencias parece ser la forma de intentar retar a Dios para que le devuelva esa felicidad que estaba sintiendo con H. Esa necesidad de tenerla de vuelta a su lado, le hace comprender lo egoísta de este tipo de sentimientos que no son tanto el reflejo de lo que la persona fallecida puede necesitar, sino de la necesidad personal surgida del dolor de la ausencia física.
Habla también del miedo que las generaciones anteriores parecían tener a esa posible vuelta de los muertos. Y explica de esa forma las costumbres de mantener sus cosas intactas en los armarios, por ejemplo, o su sitio en la mesa. Se lamenta del miedo que las generaciones anteriores pudieron tener, lo que les obligaba a no romper el vínculo, a tener siempre en mente a las personas fallecidas por miedo a que un olvido los trajera de vuelta.
«Porque he descubierto una cosa, el dolor enconado no nos une con los muertos, nos separa de ellos. Esto se me hace cada día más patente. Es precisamente en esos momentos que siento menos pena (el de mi baño matutino suele ser uno de ellos) cuando H. irrumpe encima de mi pensamiento en toda su plena realidad, en su “otredad”. No perfilada, enfatizada y solemnizada por mis propias miserias, como en mis peores momentos, sino como es ella por derecho propio. Esto es bueno y tonificante» (p. 77). Y entiendo que gran parte del dolor que la muerte de una persona nos puede hacer sentir es por la idea que nos hemos ido creando de esa persona y que intensificamos con su ausencia para siempre. Entiendo que si fuéramos capaces de ser tan objetivos para ver la realidad de esa persona, el dolor podría ser el mismo, pero, tal vez, tendríamos la capacidad de vivirlo con otra intensidad. Porque, en realidad, ¿qué echamos de menos?, ¿qué añoramos tras una muerte? El tiempo compartido estará ahí, será parte de nosotros y lo reviviremos desde nuestros ojos, el recuerdo de su mirada, su sonrisa, el roce de su piel, la voz, las discusiones, la ternura… todas esas sensaciones estarán en nosotros. Cómo transformamos esas realidades vividas y sentidas en una imagen de perfección infinita, es una creación, un deseo, de alguna forma podemos pensar si no será esa la forma de asociar con Dios cada pérdida para poder sobrellevarla y encontrar un sentido a la ausencia.
Una pena en observación es una recopilación de pensamientos, sentimientos, creencias, pérdidas de fe, destrucción y una mínima esperanza que te sienta frente a tus propios sentimientos y te hace pensar en esa persona y esa otra, aquella otra… que ya no están. Pensar y sentir. De nuevo, pensar y sentir.